Los seguidores llenos de asombro le preguntaron, cuándo y cómo sucedería esto. Dijo el Señor:
«Mis queridos hijos, será como en los tiempos de Noé, cuando el amor disminuya y se enfríe del todo. La fe en una Doctrina pura, manifestada por los Cielos a los hombres, se transformará en una superstición oscura y sin vida, llena de fraude y mentira. De nuevo los poderosos se servirán de los hombres como si fueran animales y, con sangre fría y sin conciencia, matarán a los que no se sometan incondicionalmente a su soberbio poder. Los fuertes atormentarán a los pobres con toda clase de imposiciones, persiguiendo y oprimiendo a cada espíritu libre por todos los medios, lo que causará sufrimientos a la humanidad como jamás los conoció antes la Tierra. Y entonces, quedará un período reducido en razón de los muchos elegidos que habrá entre los pobres. Porque si no fuera así, hasta los elegidos serían aniquilados.
Desde ahora hasta entonces pasarán algo menos de dos mil años. Entonces enviaré a los mismos ángeles que ahora veis aquí, con grandes trompetas para avisar a los pobres hombres. A aquellos hombres de la Tierra, cuyos espíritus fueron mortificados, los despertarán de las tumbas de sus tinieblas espirituales; y los muchos millones de despertados se lanzarán sobre todas las potencias mundiales como si fuera un incendio, extendiéndose desde un polo del mundo al otro, y nadie les podrá resistir.
A partir de entonces la Tierra volverá a ser un paraíso y, en adelante y para siempre, Yo conduciré a Mis Hijos en el camino verdadero.
Al cabo de mil años el príncipe de las tinieblas, por su propia causa, será liberado por el corto período de siete años más algunos meses, ya sea para su caída definitiva o para su posible retorno.
En el primer caso el interior de la Tierra se transformará en una cárcel perpetua, mientras que su orbe seguirá siendo un paraíso. En el segundo caso la Tierra se volverá Cielo y la muerte de la carne y del alma desaparecerán por toda la eternidad. Si será así o no, ni siquiera lo sabe el primer ángel de los Cielos; lo sabe únicamente el Padre.
Fuente: Gran Evangelio de Juan, tomo 1, capítulo 72, versículos del 1 al 6, recibido por Jakob Lorber